Cuando se destapó el llamado “Caso Democracia Viva”, nadie podría decir que quedó indiferente. Así como en las huestes oficialistas vieron caer de golpe el discurso de la “superioridad moral”, igual que un débil castillo de naipes; es seguro que en la oposición se impactaron al ver situaciones de este tipo ocurriendo en tiempo récord, a no más de un año y medio de que el Presidente Boric asumiera la primera magistratura del país. Independiente de las aristas jurídicas que tiene el caso, es claro que a los ojos de la opinión pública cuesta creer que nadie supiera nada de lo que estaba sucediendo. De igual manera, no es menor que los mismos críticos del actuar de la extinta Concertación se vean involucrados en situaciones donde el objetivo es defraudar al Estado. El tema traspasó las fronteras regionales de Antofagasta y con preocupación se mira hacia otros territorios, así que no se sorprenda si prolifera la cantidad de moscas en esta olla maloliente. Vamos a ser claros. Se desmoronan a pedazos los argumentos sobre la justicia social y la dignidad de las personas si en contraposición a ellos, aparecen transferencias de fondos millonarios a fundaciones cuyo actuar no está del todo claro y donde nada se sabe del uso real de esos dineros. Con eso en la cuenta, ¿cómo se le explica esta situación a los miles de chilenos que suman varios años esperando la casa propia?, ¿qué se le dice al que se encuentra ad portas de la muerte por no haber recibido una oportuna atención de salud a causa de un sistema público colapsado?. En algún punto del trayecto que nos trajo a esta estación de la historia nacional, se perdieron los valores y principios morales que siempre deben regir a la actividad política. Porque los que cocinaban a fuego lento hace sólo unas semanas al ex alcalde de Vitacura, Raúl Torrealba, hoy tratan de tomar distancia de Daniel Andrade, representante legal de la Fundación Democracia Viva e incluso, buscan afanosamente justificar lo injustificable. El problema principal de todo esto es que no se entiende claramente que apropiarse indebidamente de lo que no nos pertenece está mal y siempre lo estará. Y si ya suena grotesco tener que aleccionarlo en pleno siglo XXI, es atingente también decir que escupir al cielo tampoco es buena idea, más aún cuando escasean los vientos de la transparencia y seguimos siendo azotados por los aguaceros de la corrupción. Mientras esto no se entienda adecuadamente, continuaremos arrastrando las cadenas de una administración estatal permeable que lejos de poner trabas a la ocurrencia de estas acciones deleznables, las facilita al no tener las armas necesarias para combatirlas. Las arcas fiscales deberían ser siempre una caja fuerte impenetrable y la confianza de la gente jamás debiera ser mancillada.